Llegamos a Potosí ya de noche. El taxi nos dejó directamente en nuestro hotel, el Hostal Tukos La Casa Real, que se encuentra en un edificio con encanto en pleno corazón de la ciudad y a tan sólo 500 metros de la Plaza 10 de noviembre y de la catedral.
La habitación estaba muy bien y los radiadores estaban ardiendo, algo muy importante en una de las ciudades a mayor altura del mundo. Pagamos unos 36 USD por noche con el desayuno incluído (nada del otro mundo) y una muy buena conexión WiFi. El único pero: no cuenta con ascensor, y subir tres pisos cargados con las mochilas y a más de 4.000 metros de altura puede llegar a ser un suplicio.
Me llamó la atención un cártel que tenían colgado en la zona de ordenadores. No sé si será verdad lo que dice, pero es cuanto menos curioso.
Os dejo su página web y su E-Mail:
Hostal Tukos La Casa Real
hostaltukos@hotmail.com
Después de una ducha caliente sin límite de tiempo y una noche reparadora en una cómoda cama y sin sacos de dormir de por medio, nos levantamos como nuevos.
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La ciudad de Potosí nació en el siglo XVI como una asentamiento minero a las faldas de una legendaria montaña llamada Sumaj Orcko, que en quechua significa «Cerro Rico», en la cual se situó la mina de plata más grande del mundo desde mediados del siglo XVI hasta mediados del siglo XVII.
Ya los antiguos pobladores indígenas de la zona conocían la riqueza del cerro, pero considerándolo sagrado, decidieron no explotarlo. Fueron los españoles quienes iniciaron una intensa explotación de sus minas, con mano de obra indígena esclava, lo que hizo que la ciudad creciera de manera asombrosa. En 1625 la Villa Imperial de Potosí tenía ya una población de 160.000 habitantes, más que la ciudad de Sevilla en aquella época.
Ésta es la primera imagen de Potosí, con su Cerro Rico, que llegó a Europa (grabado realizado por Pedro Cieza de León en 1553).
La riqueza de sus minas fue tan grande que incluso Miguel de Cervantes, en su obra Don Quijote de la Mancha, las menciona: » Si yo te hubiera de pagar, Sancho ―respondió don Quijote―, conforme lo que merece la grandeza y calidad deste remedio, el tesoro de Venecia, las minas del Potosí fueran poco para pagarte; toma tú el tiento a lo que llevas mío, y pon el precio a cada azote.»
También en aquella época se acuñó el dicho español «vale un Potosí», que significa que algo tiene un gran valor.
Mientras los españoles que vivían en la ciudad por aquel tiempo disfrutaban de grandes lujos, la población indígena sufría una durísima explotación. Eran obligados a trabajar hasta 16 horas diarias, cavando túneles, extrayendo el metal manualmente o a pico, etc. Eran muy frecuentes los derrumbes y todo tipo de accidentes y las rebeliones eran sofocadas violentamente. Se estima que en torno a 15.000 indígenas murieron en la explotación de las minas del Cerro Rico en tan sólo un siglo, con lo que la mano de obra empezó a escasear.
Ante la falta de trabajadores indígenas, los colonizadores españoles pidieron al rey permiso para importar esclavos africanos para trabajar en las minas. Alrededor de 30.000 esclavos fueron importados desde las colonias en África, muchos de los cuales murieron debido a la dureza del trabajo y a la mala aclimatación a la altura.
La prosperidad de Potosí crecía a pasos agigantados. A comienzos del siglo XVII la ciudad ya contaba con 36 iglesias muy ricamente ornamentadas, casas de juego, salones de baile, teatros, tablados, etc. Todo ello, hace que Potosí sea hoy una ciudad colonial con un gran legado arquitéctonico e histórico.
Una visita a esta ciudad quedaría huérfana sin conocer sus famosas minas. En ellas se trabaja casi como antaño y las condiciones de seguridad siguen siendo mínimas, por lo que se trata de una excursión no exenta de riesgos. Hace muchos años mi propio abuelo trabajó durante algún tiempo en las minas de carbón de Fabero, en León, por lo que me atraía poderosamente la idea de poder ver y sentir de cerca la mina. Las muchas historias que me contaba mi yayo de pequeña tienen gran parte de culpa.
Teníamos reservado un tour a las minas para esa misma mañana. Escogimos la compañía Big Deal Tours, por ser la única agencia propiedad de ex-mineros y cuyos tours son guiados por ellos mismos. Ofrecen dos tours al día (uno por la mañana y otro por la tarde) con una duración aproximada de cinco horas por 150 bolivianos por persona (precio de mayo de 2016). Además, los grupos son reducidos (máximo 8 personas). El punto de encuentro es en su oficina, que se encuentra justo enfrente de la Casa de la Moneda. Proporcionan una botellita de agua, mascarilla, ropa, calzado y casco con lámpara frontal para la visita a la mina.
Os pongo el link a su web y su dirección de E-Mail:
bigdealtours@gmail.com
De camino al Cerro Rico se hace una parada en un mercado local, donde los mineros suelen acudir a realizar sus compras. Seguramente sea uno de los pocos mercados, si no el único, donde cualquiera puede comprar unas cuantas cargas de dinámita. Sin permisos, sin controles, tan sólo pagando unos pocos bolivianos, la dinámita cambia aquí de manos, como si de manzanas de tratara.
Aquí compramos algunas obsequios que poder ofrecer a los mineros que nos encontremos una vez en la mina. Nosotros optamos por una bolsa de hojas de coca. Otros se deciden por dinámita, refrescos, tabaco o alcohol de ¡96°!, que los mineros se beben casi como agua.
Tras una corta visita a una pequeña planta de refinación, nos adentramos en la mina.
Es una experiencia muy dura. Repito: muy DURA. Ya nos lo habían avisado, pero hay que vivirlo para entenderlo.
La mayor parte del tiempo hay que andar agachados, ya que las galerías son muy bajas, y eso que yo no soy, con mi 1,67 metros, especialmente alta.
La falta de oxígeno (hay que recordar que nos encontramos a más de 4.000 metros de altura) se hace mucho más acusada en el interior de la mina. La humedad, el polvo y los gases tóxicos provocan una horrible sensación de ahogo. La mascarilla no hace más que asfixiarnos aún más si cabe. Algunas galerías están parcialmente inundadas, por lo que hay que caminar, además de encorvados, tanteando el suelo con las botas de gomas proporcionadas.
No vemos donde pisamos. Está muy oscuro y vemos a duras penas algo, sólo gracias a las lámparas de nuestros cascos, que por cierto se golpean demasiado a menudo contra el bajo techo de los túneles. El punto más crítico llega cuando tenemos que ascender a un túnel superior, por unas viejas escaleras de madera, a través de un hueco por el que apenas cabemos.
Al ser 2 de mayo, muchos mineros no se encontraban en sus puestos de trabajo. Por lo visto, las celebraciones del 1 de mayo acabaron tarde, y con bastante alcohol de por medio, para muchos de ellos. Gracias a eso, no tuvimos que vivir en primera persona las explosiones de dinámita, que allí suelen realizarse. Debe ser terrorífico sentir el cerro temblar sobre tu cabeza.
Le entregamos los presentes a los pocos mineros que nos encontramos durante el recorrido, y éstos nos contaron un poco más sobre su vida en la mina. Las condiciones de trabajo aquí son tan duras (sin luz, sin oxígeno, sin espacio, a menudo en posiciones inverosímiles), que son difícilmente soportables sin la ayuda de la coca y del alcohol.
Llegamos a una zona algo más espaciosa, donde nos encontramos con la imagen del Tío, el dios de los mineros.
Es el dueño de toda la riqueza existente en el cerro, según la creencia de los mineros, quienes le traen ofrendas para tener garantizados el éxito y la seguridad en su trabajo.
Tras un corto recorrido, aunque igual de duro que el del piso inferior, llegamos por fín a la salida. Nunca me había alegrado tanto ver la luz del sol.
Me gustaría dejar claro, que a pesar de lo mal que pinto esta excursión en este post, me parece totalmente recomendable para entender las duras condiciones de trabajo que a día de hoy siguen sufriendo estos mineros. Nosotros pasamos tan sólo un par de horas, y «por gusto» en ese infierno. No puedo ni imaginarme lo que debe ser tener que jugarse la vida cada día por un sueldo que, aunque allí nos aseguraron era muy alto en comparación con el de otras profesiones, no paga los estragos psicológicos y físicos sufridos.
En el minibús, ya volviendo a la ciudad, pudimos hablar un poco más con algunos de nuestros compañeros de excursión (dentro de la mina el contacto entre nosotros había sido casi nulo, teniendo que andar en fila india y concentrados en no caer, no golpearse contra el techo, no tocar nada…). Conocimos a dos españoles, Eugenio y Rocío, que aunque viajaban separados, se alojaban en el mismo hotel. Y una anécdota curiosa: Rocío y yo éramos de la misma ciudad, San Sebastián de los Reyes. ¡Si es que el mundo es un pañuelo!
Sólo una anotación más: las fotos del interior de la mina no son mías, sino de una pareja de suizos que conocimos durante el tour, que, muy amablemente, nos enviaron sus fotos una vez de vuelta en casa. Nuestra cámara réflex era demasiado grande, pesada e incómoda como para cargar con ella por las angostas galerías de la mina. Gracias de nuevo desde aquí, Desiree y Christian.