Había llegado el momento de mover ficha. Tras unos días geniales en Ciudad de México, había llegado el momento de desplazarme a Puerto Vallarta, en la costa oeste.
Con el corazón encogido, me despedía de una ciudad que me había conquistado y de Iris, mi compañera de aventuras durante estos días. Es increíble lo mucho que puede unir un viaje. Han sido tan sólo unos días y parece que seamos viejas amigas. Nuestros caminos se separan, pero tengo la sensación de que en algún punto se volverán a cruzar…
La distancia desde la capital hasta Puerto Vallarta es considerable y las quince horas de autobús no salían mucho más baratas que un billete de avión, así que, a pesar de mi miedo a volar, la decisión estaba clara.
Este viaje me está poniendo a prueba. Segundo vuelo de este viaje y segundo vuelo en el que algo va mal, muy mal. Si habéis leído el post sobre mi llegada a Ciudad de México, sabréis que poco antes de aterrizar, hubo un problema con el tren de aterrizaje. Por suerte, al final, todo quedó en un susto.
En esta ocasión, pocos minutos después del despegue, la cabina comenzó a llenarse de humo. El piloto nos informó de que debíamos volver inmediatamente al aeropuerto de Ciudad de México ante la grave situación. Es la primera vez en mi vida que vivo algo así. Normalmente, cuando vuelo, me asusto con poco, así que, para tranquilizare, siempre me fijo en la reacción de las azafatas. Pero, esta vez, sus caras no me calmaron en absoluto. Estuvimos sobrevolando el DF, esperando a que nos dieran pista. No sé cuánto tiempo pasó, seguramente pocos minutos, pero creo que a todos los que íbamos en ese avión nos parecieron una eternidad.
Estábamos de vuelta en el DF y sanos y salvos, que era lo más importante. Nos dijeron que debíamos esperar a que nos asignaran otro avión, ya que, con el anterior, no podríamos volar. No, ¡ni queríamos! Estuvimos alrededor de cuatro largas horas esperando en la terminal. Nos dieron unas bebidas y unos snacks y algo de información con cuentagotas. Siempre nos decían que ya casi estaba listo el avión y que en breve nos llamarían para embarcar. Mentira cochina. Al final, siempre se volvía a retrasar por algún extraño motivo.
Cuando, por fin, pudimos volar y sin problemas llegamos a Puerto Vallarta, fue un gran alivio. Después de tan “difícil” día y, a pesar del precio, me decidí a coger un taxi que me llevara directamente al hotel. El taxi desde el aeropuerto a la zona del malecón, donde estaba mi hotel, me costó 300 pesos (unos 13 euros), regateando un poco.
El hotel estaba bastante bien para el precio, unos 20 euros la noche en habitación doble con baño privado, aire acondicionado y una excelente conexión wifi. Os dejo los datos por si a alguien le pudiera interesar.
Hotel Encino (se puede reservar a través de booking.com)
Calle Juárez 122, Puerto Vallarta
Teléfono: +523222220051
El calor y la humedad resultan aplastantes. Esa misma tarde, hacia el atardecer, cuando ya había refrescado un poco, salí a dar una vuelta por el malecón. El cielo se incendió de rojo al caer el sol. Simplemente precioso.
Fui siguiendo el paseo marítimo, que por aquí llaman malecón. Hay numerosas esculturas y monumentos cada pocos metros.
Es aquí cuando el título de esta entrada cobra sentido, y es que el ambiente que había por las calles me recordó irremediablemente al que uno encuentra en Benidorm.
Había puestecillos vendiendo comida y souvenirs, mucha gente paseando, mimos y hasta un multitudinario baile en la plaza principal.
Por esta zona la oferta de bares y restaurantes es enorme. Además, hay numerosas tiendas y minimarkets, donde comprar agua y otras cosas.
Agotada, esa noche, caí rendida en la cama.
El día siguiente me lo tomé de descanso. Aproveché para lavar alguna cosa y a actualizar el blog (bendito wifi).
Por la tarde, salí de nuevo a pasear. Proseguí mi tour por el malecón, viendo nuevas esculturas y admirando las preciosas vistas de la costa.
Entré en un par de tiendas a curiosear, y en una, con una entrada de lo más peculiar, por cierto, encontré algo bastante curioso.
Por lo que luego he sabido, el uso del aceite de tortuga está prohibido por ley, así que muy probablemente fuera tan sólo un reclamo turístico. No creo que fueran a intentar vender algo ilegal tan a la vista de todos.
Hay una gran cantidad de pelícanos por toda la zona. A mí, personalmente, es un ave que me encanta, por lo que me pasé un buen rato observándoles nadar, volar a muy baja altura y pescando. Fue una auténtica gozada.
Llegué a la zona centro, pero, al contrario que la noche anterior, estaba prácticamente desierta.
Se notaba que el calor aún apretaba y la gente estaba disfrutando de las playas o echándose una buena siesta en el hotel.
Entré en la Parroquia de Nuestra Señora de Guadalupe, cuya torre es símbolo de la ciudad.
Y terminé el día comiendo en un pequeño restaurante tradicional. Una sopa de verduras y unas fajitas de carne de ternera me costaron 70 pesos (poco más de tres euros). Estaba todo delicioso.
En resumen, Puerto Vallarta es el sitio ideal para descansar y reponer fuerzas. A mí, desde luego, me vino genial pasar aquí un par de días para cargar las pilas tras el ajetreo de Ciudad de México y antes de empezar a trabajar de voluntaria. Repetiría sin dudar.